por Emilia Macchi
Se conocen muchas versiones, pero todos comprendemos el mito de Narciso: aquel joven que se obsesiona tanto con su reflejo en el agua que se hunde en ella. Para mí, hay algo de esta figura en el relato “Hambre” de Xelsoi, que fue publicado por la Editorial Imaginistas en 2023 y que recibió una mención honrosa en el premio Oscar Castro Zúñiga ese mismo año.
En el cuento, el protagonista se prepara para una fiesta en su departamento y está expectante a un invitado en particular. El primer párrafo dice así:
Domingo se arreglaba en su pieza, con la puerta entreabierta. Deseaba que alguien lo descubriera durante esta pequeña ceremonia. Lo deleitaban las formas que la luz del velador le dibujaba en el torso.
Antes de cualquier otra cosa, se deja en claro que le gusta transitar en este ritual, entre espiritista y autocomplaciente, de mirarse y ser mirado.
El mito griego ha transmutado con clásicos como “El retrato de Dorian Gray” y hoy está más vivo que nunca. Viene armado y recargado con las redes sociales; el juego de las sombras, los reflejos y la apariencia pueden ser todavía más hipnotizantes. Es más, la artista Fran Hono dice en su obra “Caminamos mirando al cielo”, ubicada en el Costanera Center de Santiago, que no hay lugar más apropiado para reactualizar a Narciso que un centro comercial. Tantos espejos, escaparates y vidrios. Vamos a mirar cosas, sí, pero en un sentido más filosófico vamos a auto-admirarnos. La promesa de un nuevo “yo” después del consumo. Hace sentido, por tanto, que el deseo carnal de Domingo sea para adorarse a sí mismo; un hambre enceguecedora más que una honesta atracción.
Xelsoi es un autor de imágenes. Las descripciones de la fiesta en cuestión son espesas y texturizadas, los detalles y sonidos parecen detenerse de forma microscópica; los diálogos son solo para culminar ciertos escenarios y continuar. En estas descripciones el protagonista se mueve en la oscuridad, pretendiendo ir a un lado cuando en realidad va a otro, haciendo ademán de sacar cocaví de los pocillos. Está obsesionado con la mencionada “polinización social”– aunque como lectores no tenemos certeza alguna de que esté siendo observado por otros participantes.
Aunque el narrador no es el personaje, la atmósfera que se presenta parece ser una simulación dentro de su cabeza. Inmerso en este clásico paralelismo entre jolgorio y cacería, Domingo es adicto a mirar, pero torpe en lo social, e incluso en lo erótico cuando la oportunidad se presenta. No es ni el anfitrión de su propio hogar y tampoco un invitado –¿alguien puede ser invitado al lugar en el que vive, realmente?–, y entonces se configura como un joven patético y trágico, atormentado por lo estético, las poses, por cómo se ve él y los demás: “la vista le afiebraba el cuerpo”, dice el texto.
En contraposición, el objeto de deseo, Mateo, “tenía los ojos tan grandes y negros que nada se reflejaba en ellos. A Domingo le intimidaba darle cara a ese vacío.” Una mirada indescifrable es lo que tiene al protagonista eufórico de excitación, mientras todo lo demás le parece tan fácil de leer. Será cosa de tiempo y audacia hasta que este Narciso del nuevo milenio pueda zambullirse en el vacío; si no es en la mirada de Mateo, tendrá que ser algo igual de vertiginoso.
“Hambre” es una lectura recomendable porque es actual, pero nacida por tópicos literarios atemporales e infalibles. Erotizar al otro es también erotizarse a sí mismo, y muchas veces, ser atrapado por nuestro propio cuerpo.